LA TEORÍA IMPOSIBLE DE
ESCRIBIR CUENTOS
Confieso
que se me hace difícil teorizar sobre el hecho literario, más aún sobre mi
propia escritura, pero intentaré dejar algunos trazos impresionistas.
Por ejemplo, voy por la vida con una libreta y
un rotulador de punta fina. La mayoría de los días no apunto nada, y la mayoría
de las veces en que lo hago la apuntación no merece la pena. A pesar de todo,
siento un enorme desasosiego si no tengo cerca esa libreta.
O, por ejemplo, si las novelas exigen ex ante planificación, escaletas
argumentales o diseño de personajes, los cuentos no exigen absolutamente nada,
ya que surgen de los lugares más inesperados y se dirigen a cualquier otro
lugar. En mi caso, los cuentos vienen inspirados por una frase (De ahí el apremio
de contar con la libreta); por una persona; o por una situación. Del hilo de
una sola frase uno empieza a tirar y surge a veces todo un universo de palabras.
De una persona extraída del mundo real (y convenientemente tratada) surge un
personaje literario. Y de una situación surge una comedia o una tragedia.
Muchas veces no surge absolutamente nada, claro, pero en otras la literatura
asoma, y con ella un poso de verdad. Solo por estas modestas conquistas todas
las tentativas frustradas ya merecen la pena.
Decía que las novelas exigen planificación. Los
cuentos, en mi caso, son un hallazgo accidental. Esta es la forma elegante de
decirlo. La otra podría ser: un cuento es un pollo descabezado que corre
desesperadamente, golpeándose con las paredes y las puertas, y que puede llegar
a un lugar o puede caer exhausto en medio de la nada. Tengo la impresión, cuando
escribo cuentos, de ir tanteando con un bastón de ciego, a la búsqueda de algo,
de algo muy preciso pero que no sería capaz de describir. Solo comprendo qué
buscaba cuando lo encuentro. Si es que lo encuentro.
No dudo de que haya procedimientos más
rigurosos, más profesionales. Pero este es el mío. Cuando parto con el
desenlace ya elegido me siento muy afortunado, pero la mayoría de las veces no
es así.
En todo caso, una vez que el cuento ya está
armado, se abre una tarea no menos importante: la artesanía. Me gusta la labor
del tallado, la taracea, el pulido de la frase, el examen de las subordinadas,
la elección de algún sinónimo, la consideración de si ese adjetivo queda mejor
delante o detrás del sustantivo. En estas curiosas aplicaciones se me ha ido
media vida.
Solo queda un tema importante que tratar: el objetivo
de todo esto. Aquí sí que resulta difícil decir nada. Me limito a citar a un
autor ruso al que admiro, Sergei Dovlatov, cuyo hondo lamento en esta frase sí
me impresionó: “lástima que la literatura no tenga ningún fin”.
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