martes, 30 de diciembre de 2014

UNA POLÍTICA PARA LAS PERSONAS




UNA POLÍTICA PARA LAS PERSONAS






La política se simboliza en fetiches verbales. Cuando alguno de ellos hace fortuna se le puede augurar una supervivencia larga y estable. Algo terrible tiene que pasar para que un fetiche verbal consolidado venga a peor fortuna. Solo una revolución política o un vuelco en el sistema de valores pueden provocar que una palabra o una expresión acabe en el basurero de la historia. La prueba más fehaciente de que el cristianismo, en contra de la teoría laicista, ni gobierna esta sociedad ni apenas influye en ella es que el abanico de expresiones que sostenían los valores cristianos ha perdido su valor en los últimos doscientos años. Hubo un tiempo en que “caridad”, “limosna”, “piedad” o “penitencia” englobaban en su seno lo mejor del ser humano. No hay que extenderse en la consideración que esas palabras suscitan hoy en el común de los mortales, cuidadosamente educados en su desprecio.
Las construcciones terminológicas, el catálogo de fetiches verbales, son estables entre revolución y revolución pero experimentan ciertos desplazamientos, modificaciones y, sobre todo, añadidos.
Uno de los más recientes es la utilización táctica de la palabra “personas”, y su cuidadosa vinculación con la palabra (y la acción) “política”. Retóricamente hablando, no es desde luego un mal invento: “política para las personas”. En un rápido vistazo, he encontrado sin esfuerzo apelaciones a ese benéfico artefacto en unos cuantos discursos de distintos políticos vascos, pertenecientes a distintos partidos: "Un alegato en contra del capitalismo y en favor de la persona"; "Una actuación que coloque a las personas y sus necesidades en el centro de la política"; "Un modelo nuevo que tiene a las personas como eje central".
El “Estado del Bienestar” es el ejemplo más acabado de esta táctica verbal. ¿Cómo se puede estar en contra del estado del bienestar? Serían tantas las explicaciones necesarias para oponerse que, realmente, desde el principio se dan por imposibles. En esas circunstancias, llevar adelante una “política para las personas”, una “política en favor de las personas” o “una política que pone a la persona en el centro de su acción” cuenta con la misma ventaja: que deviene inatacable. 
Ni siquiera una mínima prudencia permite puntualizar que quien atribuye a su propia política tan elevados fines peca de inmodestia (Ya hemos dicho que esto de pecar no resulta inconveniente, de un tiempo a esta parte). Cuando uno implementa una “política para las personas” presume y adelanta que cualquier objeción a la misma solo puede inspirarse en una “política contra las personas”. Lógicamente, quien propone una “política contra las personas” solo puede ser un miserable. 
En las modificaciones del diccionario terminológico se producen curiosos desplazamientos. La izquierda, en sus buenos tiempos, sentía una gran atracción por el término “masa” (Las celebradas “masas” del marxismo) mientras que al término “persona” se le obsequiaba con el más absoluto desprecio. Las grandes corrientes de la historia, como explicó en su momento Ché Guevara, no pueden pararse en el anecdótico dolor de las personas concretas: “Nuestros revolucionarios (…) no pueden descender con su pequeña dosis de cariño cotidiano hacia los lugares donde el hombre común lo ejercita”. 
Irónicamente, de las modernas corrientes del cristianismo, solo el término "persona" ha hecho fortuna. Es un fenómeno muy reciente su interiorización y difusión por parte de la izquierda europea, que es, como se sabe, quien autoriza o desautoriza el uso de un concepto de contenido político, social o cultural.
En esas condiciones, ¿quién podría hacer jamás una "política contra las personas"? Evidentemente, solo un monstruo se atrevería no ya a proponerla y aplicarla, sino a cuestionar siquiera que la "política para las personas" no sea una buena política para las personas.
La política, acostumbrada al pensamiento débil, a la extensión de eslóganes y prejuicios, es terreno abonado para estas operaciones tacticistas. Así, si solo un ser de extremada vileza, un verdadero monstruo moral, puede oponerse al “estado del bienestar”, qué decir de aquel que, además, declare oponerse a una “política para las personas”. Realmente no habría adjetivos para calificarlo: simplemente merecería el infierno.

             

lunes, 15 de diciembre de 2014



CUALQUIER TIEMPO PASADO 
FUE MEJOR, SÍ


Encuentro en la prensa vasca esta impagable información sobre el Torino, equipo de fútbol con el que pronto se verá el Athletic Club. El articulista en cuestión es un poco cruel. Aquí van algunas expresiones: "Cualquier tiempo pasado fue mejor (...) Esta máxima se corresponde punto por punto con el presente que vive el Torino". Desde los años cuarenta "solo es un scudetto más" en la liga italiana. "Su periplo por Europa solo muestra una muesca a destacar", también refiere, con cierta misericordia.

El artículo reseña, como antiguas gestas de este casposo equipo varado en el pasado, que ha conseguido siete títulos de liga y jugado una final de la antigua UEFA. Vamos, que mirando por encima del hombro. Esto dice la prensa de Bilbao, cuyo número de ligas (8) y finales de la antigua UEFA (1) ahora no vamos a comentar.


viernes, 12 de diciembre de 2014




EL ENCANTO DE LA CONSPIRACIÓN UNIVERSAL





La Ojrana, la policía política zarista, es la responsable de aquel célebre invento que luego popularizaron los nacionalsocialistas: los Protocolos de los Sabios de Sión.

El documento en cuestión era una burda falsificación que, en términos sencillos, imputaba a los judíos (a una selecta minoría de judíos) los grandes problemas del mundo. El presunto autor del documento (judío, claro) no dudaba en atribuirse toda clase de responsabilidades, por más que fueran entre sí contradictorias. De hecho, el mal terrible que inoculan los judíos en el mundo abarca desde la extensión del marxismo hasta la exacerbación del capitalismo. La coherencia no ha sido, precisamente, el valor principal de las teorías que explican la realidad a partir de la teoría de la conspiración.

Los Protocolos de los Sabios de Sión, que tantos indigentes mentales han utilizado (desde el zarismo o el nacionalsocialismo hasta, hoy mismo, el fundamentalismo palestino de Hamás o ciertos clérigos iraníes) apenas son el símbolo más claro de una necesidad humana apremiante: contar con una herramienta sencilla que explique la realidad.

Hace poco una persona respetable me expuso su particular explicación de la actual crisis económica: la reunión secreta de un escogido ramillete de supermillonarios que, no contentos con ser insultantemente ricos y controlar nuestras conciencias (porque lo hacen) han decidido, también, llevarnos directamente a la miseria, quién sabe por qué razón.

Las teorías conspiratorias para explicar la realidad tienen muchas ventajas: son sencillas, explican toda clase de problemas y cuentan, además, con el encanto del secreto. Si alguien revela a sus semejantes la existencia de un secreto, no cabe duda de que se trata de una persona muy lista. Todo expositor de la teoría conspiratoria, en cualquiera de sus versiones, juega con una implícita verdad: la de que es mucho más inteligente, y está mucho mejor informado, que aquellos que reciben su cegadora revelación.

Nada importa que la teoría conspiratoria embista contra la realidad y se descuerne: la teoría conspiratoria no se resiente ante la falta de pruebas porque se resguarda en la fe.

Otra versión de la teoría, muy frecuente, no duda en proclamar que todos los medios de comunicación están absolutamente controlados por una unitaria y maléfica entidad que abduce nuestro pensamiento. Nada importa que periódicos como Gara, La Razón o Público digan cosas radicalmente contrarias acerca de cualquier cuestión política o social. Nada importa que cualquier ser humano, mejor o peor intencionado, abra mañana un blog y exponga en él sus cuitas y opiniones. Para el defensor de la teoría de la conspiración, en su versión informativa, todos somos un coro de replicantes.

Nadie duda de que la realidad está trufada de grupos de presión, perfectamente sindicados, que defienden intereses políticos, económicos o sociales. Nadie puede dudar, en suma, de que “se conspira” a toda máquina. Pero la fantástica idea de que la realidad es responsabilidad de cuatro prebostes escogidos que llevan siglos heredando escaños en un mistérico concilio de miserables es un infundio.

Eso sí, cumple una importante función económica: ahorra muchas energías, nos exime de pensar.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

 

MODOS DE APROPIARSE DE LO AJENO







Hay tres modos fundamentales de apropiarse del dinero y de los bienes de los demás sin contraprestación inmediata: la guerra, el robo y los impuestos. Los dos primeros exigen la práctica de la violencia. El tercero, el uso de procedimientos narcóticos.
La guerra y el robo son acciones francas y sencillas. Los impuestos, en cambio, utilizan herramientas sofisticadas. En ellos nada es perceptible de forma material. El estado ha ideado procedimientos indoloros para perpetrar esa confiscación. Resulta, muy probablemente, la única tarea en que se ha demostrado eficaz en grado sumo. Es rara la operación tributaria visiblemente coactiva (las multas, por ejemplo). Prefiere, mucho más, el recurso a sutiles formas de asalto. Fundamentalmente son tres: la retención en nómina, los impuestos indirectos y la inflación. Tres calculados analgésicos. Ante la aplicación indolora de esos sistemas de apropiación, cualquier honrada compraventa, cualquier legítimo alquiler, parece inspirado por una siniestra avaricia.
Conscientes de eso, los codiciosos verdaderamente inteligentes rehúyen el reprobable sistema de comprar o vender, (en definitiva, de hacer negocio, que es una cosa diabólica y terrible) e imitan al estado en su estrategia. Así, para ellos, el mejor modo de apropiarse sin contraprestación del dinero ajeno no es emprender la guerra o el robo, sino exigir al estado una parte del botín obtenido por este previamente. Este empeño se desdobla en dos categorías: si se hace de forma colectiva se denomina estado del bienestar, si se hace a título individual se denomina corrupción.