domingo, 30 de abril de 2017

FOLLETOS PARA TODOS




FOLLETOS PARA TODOS




Pablo Martínez Zarracina

Con la sonrisilla de superioridad que alguna vez nos caracterizó, los europeos solíamos burlarnos de la costumbre estadounidense de imprimir folletos explicativos para todo. Antes de Siri, los mostradores americanos contenían constelaciones de prospectos. Era como si no quedase una sola hipótesis fenomenológica que no encontrase solución en un díptico con fotos de gente sonriendo.





Gracias al misterioso mundo de las asociaciones mentales, recordé ayer esos folletos. Fue al saber que la Diputación va a comenzar a impartir «educación tributaria» a los alumnos de Secundaria. No se trata de hacer de los muchachos expertos fiscales, sino de hacerles entender la importancia que tienen los impuestos en el mantenimiento de los servicios públicos. La idea forma parte de las políticas antifraude. ¿Qué tiene que ver con los folletos? Pues algo relacionado con la edulcoración y el utilitarismo: ese modo necesariamente grosero en que la información se sintetiza en un mensaje. El espíritu de esas clases se corresponderá con el que anima la campaña de la Renta: una mezcla vistosa de lemas voluntaristas y ancianos sonrientes.


Y aquí viene la pregunta: ¿adoptar ese tono en un centro educativo no es una rendición? Quiero decir que, para entender lo que son los impuestos, los escolares merecen que les expliquen, por ejemplo, qué es el Estado y el contrato social. Un poco de Platón. Otro poco de Rousseau. Y eso debería estudiarse en filosofía, esa asignatura que se relaciona con las musarañas metafísicas pero que también se ocupa de asuntos tan concretos y cotidianos como el origen y la legitimidad del poder político.


De los ancianos sonrientes, o sea, de la apelación emocional, debería encargarse la literatura. Es difícil que alguien que lea con aprovechamiento a Cervantes no aprenda algo sobre la justicia. Y hay que ser muy obtuso para leer a Dickens y no aprender algo sobre la fraternidad. Lo que quiero decir es que las obsoletas humanidades no son solo una cuestión de cultura y clasicismo. Son una escuela de ciudadanía. Si el poder político lo entendiese, podría ahorrarse muchas campañas y centrarse en lo importante: que los estudiantes accedan a una formación que les permita ser hombres y mujeres capaces de utilizar el propio entendimiento sin la dirección de otro. También sin sus folletos.

miércoles, 12 de abril de 2017

PATRIA Y PATRIARCADO




PATRIA Y PATRIARCADO



"Patria", la afamada novela de Fernando Aramburu, es muchísimo más transgresora y provocadora de lo que algunos alcanzan a imaginar. Es más, dudo que le haga un favor al autor desvelando esta clave, transparente en la novela, pero que, de tan transparente como es, nadie ha alcanzado a explicitar. Si "Patria" denuncia el mito de la nación, con vascos presuntamente oprimidos por españoles, "Patria" también denuncia el mito del heteropatriarcado, con mujeres presuntamente oprimidas por varones. Miren... Juani... (También Bittori, en algunos momentos): qué miedo dan, y cuánto las temen sus maridos vascos, castrados de puros maridos que son. Ellos se limitan a callar, a obedecer, a aceptar. Ellas gobiernan. En todas las parejas se reproduce el modelo de matrimonio vasco tradicional, estable, instituido bajo la férula de La Mujer. Bien es verdad que en la novela las mujeres "modernas", las liberadas de una moral antañosa, las jóvenes, lo pasan mucho peor: Arantxa, Nerea... padecen desde el repudio hasta la infidelidad sistemática. No cuentan con una estructura social que las acoja y los hombres que ahora ellas frecuentan, desde luego, ya no están tan predispuestos, como en las generaciones anteriores, a obedecer. Pocas novelas han ido tan lejos frente a la ideología oficial: desmonta el mito de la patria pero desmonta, sobre todo, el novedoso mito del patriarcado. Una obra valiente, provocadora. Un verdadero escándalo.



jueves, 6 de abril de 2017

EL RELOJ A LAS CUATRO





EL RELOJ A LAS CUATRO

(Publicado en la edición vasca de El País, sábado 12 de julio de 1997)

Los escritores y los periodistas, posiblemente de la mano de unas cuantas profesiones, forman una rara subespecie acostumbrada a un trato obsesivo (pero también afectuoso) con las palabras. Creen que éstas representan algún tipo de arma ante la realidad y pueden incluso llegar a modificarla. No es ésa la fe ingenua en que las palabras abanderen revoluciones o modifiquen sistemas económicos. Se trata de aspiraciones mucho más modestas, pero por eso accesibles: convencer a una persona (o al menos ayudarla, mediante la polémica, a forzar sus argumentos), suscitar su ira, su compasión o su vergüenza.

            Malamente cumplen las palabras, sin embargo, esas vagas misiones. Cuando el terrorismo, como el culo de un enorme elefante, lleva tantos años sentado sobre nuestras vidas y sobre nuestras esperanzas, uno debe reconocer que esa rara gente que trata con las palabras ha agotado ya los recursos de la retórica. No queda nada que decir. Menos en un día como hoy, en que todos los relojes también darán las cuatro, y un tirano ha dicho que eso será más importante que otras veces.
            No es lo peor del terrorismo (ni siquiera lo es) el ejercicio sistemático de la violencia. Dentro de cualquier construcción ideológica, aquel que se halla persuadido de vivir en guerra hasta puede imaginarse dentro de ella y comportarse en consecuencia. Lo peor del terrorismo no es la violencia sino la falta de piedad, sentir al oído lúgubres eslóganes, pronunciados con indignidad, como aquellos de “Ordóñez, devuelve la bala” o “Aldaya, paga y calla”. Ningún soldado digno de ese nombre, ninguna mano noble incluso al empuñar el arma, por brutal que sea el ejercicio de su oficio, podría dejar de ver al enemigo con respeto.
            Lo peor de una causa no es obrar en virtud de la fuerza, por más que seamos muchos los que ya a priori renunciamos, antes de emprender cualquier viaje, a tan pesadas alforjas. Lo peor es la negritud moral, la perversión de comprometer la vida de una persona, condicionarla a vagos acuerdos o desacuerdos políticos, a conflictos o tratados, a decretos del Consejo de Ministros. Lo peor es el descenso moral, a velocidad de vértigo, hasta el punto de despreciar al enemigo, aún en el caso de aquellos felices de tenerlo, de disfrutarlo en casa.
            En La vida de Brian, una película corrosiva y disolvente, un patético grupo terrorista judío secuestraba a la mujer de Poncio Pilato, y concedía a Roma 48 horas para desmontar el Imperio. Pero no es momento de que las palabras indaguen en el sarcasmo. Si de algo valieran hoy, sería para apelar a la íntima dignidad de todo ser humano, a esa secreta resistencia, intuitiva, inevitable, frente a la degradación, por muchos que sean los manuales ideológicos que uno se haya esforzado en devorar.
            Sería bueno que las palabras también movieran a la piedad, buscaran ese fondo de integridad que muy pocos seres humanos pueden sacudirse. Sería bueno que las palabras, por una maldita vez, valieran para algo. "Matar a un hombre es muy duro", dice el magnífico guión de Sin perdón, "le quitas todo lo que tiene, y todo lo que podría tener".
            A veces uno piensa que la felicidad no es algo tan inalcanzable como dicen, y que incluso determinados argumentos a contrario sirven para descubrirla en los recodos más sencillos de la propia biografía: la serena certidumbre de nunca haber matado. Y esa felicidad, sencilla y vasta como todo el universo, puede reproducirse incluso de otro modo: incluso renunciando a hacerlo una vez más.