EL RELOJ
A LAS CUATRO
(Publicado en la edición vasca de El País, sábado 12 de julio de 1997)
Los escritores y los
periodistas, posiblemente de la mano de unas cuantas profesiones, forman una
rara subespecie acostumbrada a un trato obsesivo (pero también afectuoso) con
las palabras. Creen que éstas representan algún tipo de arma ante la realidad y
pueden incluso llegar a modificarla. No es ésa la fe ingenua en que las
palabras abanderen revoluciones o modifiquen sistemas económicos. Se trata de
aspiraciones mucho más modestas, pero por eso accesibles: convencer a una
persona (o al menos ayudarla, mediante la polémica, a forzar sus argumentos),
suscitar su ira, su compasión o su vergüenza.
Malamente cumplen las palabras, sin
embargo, esas vagas misiones. Cuando el terrorismo, como el culo de un enorme
elefante, lleva tantos años sentado sobre nuestras vidas y sobre nuestras
esperanzas, uno debe reconocer que esa rara gente que trata con las palabras ha
agotado ya los recursos de la retórica. No queda nada que decir. Menos en un
día como hoy, en que todos los relojes también darán las cuatro, y un tirano ha
dicho que eso será más importante que otras veces.
No es lo peor del terrorismo (ni
siquiera lo es) el ejercicio sistemático de la violencia. Dentro de cualquier
construcción ideológica, aquel que se halla persuadido de vivir en guerra hasta
puede imaginarse dentro de ella y comportarse en consecuencia. Lo peor del
terrorismo no es la violencia sino la falta de piedad, sentir al oído lúgubres
eslóganes, pronunciados con indignidad, como aquellos de “Ordóñez, devuelve la
bala” o “Aldaya, paga y calla”. Ningún soldado digno de ese nombre, ninguna
mano noble incluso al empuñar el arma, por brutal que sea el ejercicio de su
oficio, podría dejar de ver al enemigo con respeto.
Lo peor de una causa no es obrar en
virtud de la fuerza, por más que seamos muchos los que ya a priori renunciamos,
antes de emprender cualquier viaje, a tan pesadas alforjas. Lo peor es la
negritud moral, la perversión de comprometer la vida de una persona,
condicionarla a vagos acuerdos o desacuerdos políticos, a conflictos o
tratados, a decretos del Consejo de Ministros. Lo peor es el descenso moral, a
velocidad de vértigo, hasta el punto de despreciar al enemigo, aún en el caso
de aquellos felices de tenerlo, de disfrutarlo en casa.
En La vida de Brian, una
película corrosiva y disolvente, un patético grupo terrorista judío secuestraba
a la mujer de Poncio Pilato, y concedía a Roma 48 horas para desmontar el
Imperio. Pero no es momento de que las palabras indaguen en el sarcasmo. Si de
algo valieran hoy, sería para apelar a la íntima dignidad de todo ser humano, a
esa secreta resistencia, intuitiva, inevitable, frente a la degradación, por
muchos que sean los manuales ideológicos que uno se haya esforzado en devorar.
Sería bueno que las palabras también
movieran a la piedad, buscaran ese fondo de integridad que muy pocos seres
humanos pueden sacudirse. Sería bueno que las palabras, por una maldita vez,
valieran para algo. "Matar a un hombre es muy duro", dice el
magnífico guión de Sin perdón, "le quitas todo lo que tiene, y todo
lo que podría tener".
A veces uno piensa que la felicidad
no es algo tan inalcanzable como dicen, y que incluso determinados argumentos a
contrario sirven para descubrirla en los recodos más sencillos de la propia
biografía: la serena certidumbre de nunca haber matado. Y esa felicidad,
sencilla y vasta como todo el universo, puede reproducirse incluso de otro
modo: incluso renunciando a hacerlo una vez más.
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